Ni ellos mismos se dieron cuenta de cuándo la taza de café se convirtió en otra cosa. En eufemismo de salidas a escondidas, besos furtivos, pasión disfrazada de inocente amistad. No se habían tocado, no se habían conocido. No se habían dicho, como anhelaban expresarlo sus labios, que se habían encontrado uno en el otro y que la relación con Darío se había convertido para Sandra en una servidumbre aceptada por inercia.
A él preferían no mencionarlo, no nombrarlo. Y si había necesidad, Darío se volvía “aquel”. “Hoy no puedo salir, porque va a venir aquel”, diría Sandra por teléfono ante el requerimiento de César, que se limitaba a apretar la bocina y morderse los labios, maldiciendo haber conocido primero a Darío que a Sandra.
Lo que sí guardaron bien en los recuerdos fue su primer beso, robado en el pasillo que llevaba a los baños del restaurante al que habían ido a comer los tres. A lo lejos sentían pesada la presencia de Darío, seguramente sentado a la mesa, leyendo cuidadosamente el menú, corrigiendo mentalmente los errores tipográficos, deformación profesional que él asumía con cierto orgullo.
César regresó primero a la mesa y se alarmó al no sentir ni pizca de remordimiento ante su amigo. Y en el fondo sintió algo muy parecido al orgullo por haber sido capaz de arrebatarle un beso a su mujer, lo que en una competencia atávica lo volvía mejor que Darío.
Pero César se equivocaba. Darío conocía a Sandra mejor de lo que ella misma se conocía y desde un principio percibió la atracción que sintió ella por su amigo. Una especie de curiosidad morbosa le impidió actuar, quedarse en el papel de espectador a ver hasta dónde podía llegar esa chispa de interés que brilló en los ojos de los dos cuando se reencontraron. Quizá sintiera una inexplicable necesidad de arriesgar su relación con Sandra, de ponerla a prueba llevándola al límite para ver cuánto resistía. Pero eso no lo sabremos, pues Darío era taciturno y no tenía a quién confiar sus sentimientos.
Darío era más complejo de lo que parecía y en un doblez de su alma había una arraigada sensación de no merecer nada bueno. Eso quizá explique a las miradas ajenas porqué puso en peligro su relación con Sandra. Para él, nada bueno podía durar y ella era lo mejor que le había ocurrido en su vida.
Tampoco se crea, como se rumoró en su familia y allegados, que fue él mismo el que la empujó en brazos de César. Por mucho que sintiera un retorcido placer al ver que la vida le daba la razón, al quitarle lo mejor que tenía, no podía hacer a un lado su orgullo y su ego herido.
Con todo, cuando sucedió lo que esperaba desde un principio, no se sintió capaz de reclamar ni reprochar. El discurso que durante varias semanas estuvo preparando se quedó inédito en sus labios, donde se arremolinaron términos como “traición” y sus sinónimos. Posteriormente, él mismo se alegraría de no haberlo pronunciado pues, dijo, “sonaba a letra de bolero”. Sandra le anunció primero la ruptura del compromiso y, después, por un primo de César se enteró de que los dos se habían ido a pasar unos días a Zihuatanejo. En ese momento no quiso emborracharse para honrar su depresión, como siempre pensó que haría. Simplemente se encerró en su mutismo y dedicó los siguientes meses a la lectura pausada de “En busca del tiempo perdido”.
Wednesday, May 10, 2006
Saturday, May 06, 2006
Relatos de la guerra fría
Francisco Arias Fernández cumplió 18 años el 26 de julio de 1968, aunque todavía no era mayor de edad, pues ese derecho se les concedería hasta el año siguiente. La celebración de su cumpleaños, casera por no haber muchos recursos, le impidió al joven Francisco asistir a la marcha que se realizaría en homenaje a la revolución cubana. Tiempo después, él lo atribuiría a algo que hubiera querido llamar destino. Con todo, Francisco no fue ajeno a los acontecimientos que se desatarían posteriormente. Cuando las escuelas medias y superiores del IPN y de la UNAM entraron en huelga una tras otra, él se incorporó de inmediato al comité de la preparatoria 4, donde cursaba el tercer año.
No hay mucha información acerca de sus actividades concretas en el comité de huelga, pero dada su militancia en las Juventudes Comunistas, podemos suponer que fueron intensas. Sí se sabe, sin embargo, que no estuvo presente en la plaza de las Tres Culturas el fatídico 2 de octubre, aunque se ignora el motivo. No ha faltado quien ha aventurado la hipótesis de que fue una cita amorosa la que distrajo al joven militante de sus obligaciones en el comité. Otros aseguran que simplemente se quedó dormido esa tarde, por haber hecho guardia la noche anterior en los terrenos de su plantel. En todo caso, él diría posteriormente que fue el destino otra vez, sin molestarse en aclarar la verdadera causa.
Días después de la matanza de Tlaltelolco, encontramos a nuestro personaje a bordo de un camión, con rumbo a Tapachula, a la casa de sus abuelos maternos, a donde lo mandaron sus padres para ponerlo a salvo de la represión. Los informes señalan que allá siguió activo, organizando mitines y “sesiones informativas” en sindicatos y otros centros de reunión.
Regresó a la Ciudad de México a mediados de diciembre, cuando las escuelas tomadas por los comités de huelga fueron devueltas a las autoridades.
Francisco, a quien no le gustaba que le dijeran Paco, Pancho y mucho menos Francis, entró a la facultad de Ciencias Políticas al año siguiente para estudiar sociología. Ahí conoció a quien sería su compañera los siguientes treinta años: María Isabel Bernal, también estudiante de sociología, aunque sin militancia partidista. Francisco se encargaría de corregir esa deficiencia, invitándola a participar en su grupo.
Dos años después, la represión del Jueves de Corpus polarizó al de por sí desesperado Francisco y lo convenció de que la lucha política no ofrecía ningún camino viable para la instauración de un gobierno socialista en México. Tras analizarlo detenidamente con su ya inseparable compañera María Isabel, ambos decidieron que el único recurso posible era la lucha armada. Sin embargo, su condición de hijos de familia y su falta de relaciones con algún grupo guerrillero les impidieron “empuñar las armas e irse al monte”, como recomendaban los elementos más radicales de su célula de las Juventudes Comunistas. No obstante, de alguna manera que no se conoce entraron en contacto con un grupo que decía practicar la guerrilla urbana. Así, durante varios meses estuvieron planeando un asalto a un banco (una “expropiación”, como decían ellos), con lo cual pensaban financiar operaciones de mayor calibre, adquisición de armas pesadas y atentados a bases militares.
Una vez más, una serie de circunstancias fortuitas les impidieron participar en el atraco. De camino a una reunión del grupo, Francisco se rompió una pierna al tratar de bajar de un camión en marcha. María Isabel lo fue a ver a la Cruz Roja y tampoco asistió a esa reunión. En ella, el resto de los miembros, ignorantes del accidente de Francisco, decidieron adelantar la fecha del asalto, por considerar que los preparativos ya estaban a punto y que había que ganar tiempo.
De los siete integrantes del comando, dos cayeron baleados por la policía en el lugar; tres más fueron detenidos y los otros dos pudieron escapar aunque sin haber consumado el atraco. Francisco y María Isabel se enteraron del incidente por la prensa, cuando él ya estaba de nuevo en su casa, recuperándose aunque con la pierna aún enyesada.
Cuando María Isabel descubrió que estaba embarazada, su fervor político pareció apagarse en favor del instinto de conservación. Con un hijo a cuestas quedaba descartada la lucha armada, sobre todo porque su delicado cuerpo resintió fuertemente la presencia del nuevo que se estaba gestando en su interior. Encima de todo, la presión de su familia al enterarse de su estado se volvió a todo punto intolerable, hasta que los dos decidieron casarse y hacer las cosas “como Dios manda”. Francisco, sin embargo, no dejaba de estar preocupado por la posibilidad de ser delatados por sus antiguos compañeros de célula que habían sido capturados. Y así como tiempo atrás habían analizado la posibilidad de integrarse en la guerrilla, esta vez estudiaron la forma de exiliarse para ponerse a salvo.
Francisco estaba por cumplir 23 años y María Isabel ya había cumplido los 22, cuando ambos llegaron a Berlín Oriental con la intención de solicitar asilo político. La República Democrática de Alemania los acogería con la generosidad característica de los regímenes comunistas durante la guerra fría.
Poco después se trasladaron a Leipzig, en cuya universidad, entonces llamada Karl Marx, los dos terminaron sus estudios de sociología. Francisco haría después un doctorado en filosofía, mientras que María Isabel se dedicaba a cuidar a su hijo Gonzalo, nacido en Leipzig el 15 de diciembre de 1972, y a dar clases en un bachillerato.
Su breve y frustrada experiencia en la guerrilla los regresó al camino político. Eran miembros de una asociación de estudiantes mexicanos que se reunían para analizar las condiciones del país que se habían visto obligados a abandonar. No hay registros fidedignos de dichas reuniones, pero es de suponerse que celebraron con alborozo la legalización del Partido Comunista de México, “graciosamente” otorgada por el presidente José López Portillo en 1978. La amnistía decretada ese mismo año despertó en muchos de los exiliados el deseo de regresar a su patria. Tiempo después, la fusión del PCM con otros partidos de izquierda, para dar origen al Partido Socialista Unificado de México, suscitó la idea de que en nuestro país era viable una izquierda más moderna, más al modo de los partidos comunistas de Europa.
Estos acontecimientos, inconcebibles apenas unos cuantos años antes, para el grupo de exiliados constituían los heraldos de una verdadera posibilidad de construir el socialismo en México. Francisco y María Isabel no necesitaban más y así, a fines de 1981 se encontraban de regreso en la Ciudad de México, dispuestos a reanudar la lucha interrumpida. El exilio sólo había sido un breve paréntesis ordenado por las circunstancias.
No hay mucha información acerca de sus actividades concretas en el comité de huelga, pero dada su militancia en las Juventudes Comunistas, podemos suponer que fueron intensas. Sí se sabe, sin embargo, que no estuvo presente en la plaza de las Tres Culturas el fatídico 2 de octubre, aunque se ignora el motivo. No ha faltado quien ha aventurado la hipótesis de que fue una cita amorosa la que distrajo al joven militante de sus obligaciones en el comité. Otros aseguran que simplemente se quedó dormido esa tarde, por haber hecho guardia la noche anterior en los terrenos de su plantel. En todo caso, él diría posteriormente que fue el destino otra vez, sin molestarse en aclarar la verdadera causa.
Días después de la matanza de Tlaltelolco, encontramos a nuestro personaje a bordo de un camión, con rumbo a Tapachula, a la casa de sus abuelos maternos, a donde lo mandaron sus padres para ponerlo a salvo de la represión. Los informes señalan que allá siguió activo, organizando mitines y “sesiones informativas” en sindicatos y otros centros de reunión.
Regresó a la Ciudad de México a mediados de diciembre, cuando las escuelas tomadas por los comités de huelga fueron devueltas a las autoridades.
Francisco, a quien no le gustaba que le dijeran Paco, Pancho y mucho menos Francis, entró a la facultad de Ciencias Políticas al año siguiente para estudiar sociología. Ahí conoció a quien sería su compañera los siguientes treinta años: María Isabel Bernal, también estudiante de sociología, aunque sin militancia partidista. Francisco se encargaría de corregir esa deficiencia, invitándola a participar en su grupo.
Dos años después, la represión del Jueves de Corpus polarizó al de por sí desesperado Francisco y lo convenció de que la lucha política no ofrecía ningún camino viable para la instauración de un gobierno socialista en México. Tras analizarlo detenidamente con su ya inseparable compañera María Isabel, ambos decidieron que el único recurso posible era la lucha armada. Sin embargo, su condición de hijos de familia y su falta de relaciones con algún grupo guerrillero les impidieron “empuñar las armas e irse al monte”, como recomendaban los elementos más radicales de su célula de las Juventudes Comunistas. No obstante, de alguna manera que no se conoce entraron en contacto con un grupo que decía practicar la guerrilla urbana. Así, durante varios meses estuvieron planeando un asalto a un banco (una “expropiación”, como decían ellos), con lo cual pensaban financiar operaciones de mayor calibre, adquisición de armas pesadas y atentados a bases militares.
Una vez más, una serie de circunstancias fortuitas les impidieron participar en el atraco. De camino a una reunión del grupo, Francisco se rompió una pierna al tratar de bajar de un camión en marcha. María Isabel lo fue a ver a la Cruz Roja y tampoco asistió a esa reunión. En ella, el resto de los miembros, ignorantes del accidente de Francisco, decidieron adelantar la fecha del asalto, por considerar que los preparativos ya estaban a punto y que había que ganar tiempo.
De los siete integrantes del comando, dos cayeron baleados por la policía en el lugar; tres más fueron detenidos y los otros dos pudieron escapar aunque sin haber consumado el atraco. Francisco y María Isabel se enteraron del incidente por la prensa, cuando él ya estaba de nuevo en su casa, recuperándose aunque con la pierna aún enyesada.
Cuando María Isabel descubrió que estaba embarazada, su fervor político pareció apagarse en favor del instinto de conservación. Con un hijo a cuestas quedaba descartada la lucha armada, sobre todo porque su delicado cuerpo resintió fuertemente la presencia del nuevo que se estaba gestando en su interior. Encima de todo, la presión de su familia al enterarse de su estado se volvió a todo punto intolerable, hasta que los dos decidieron casarse y hacer las cosas “como Dios manda”. Francisco, sin embargo, no dejaba de estar preocupado por la posibilidad de ser delatados por sus antiguos compañeros de célula que habían sido capturados. Y así como tiempo atrás habían analizado la posibilidad de integrarse en la guerrilla, esta vez estudiaron la forma de exiliarse para ponerse a salvo.
Francisco estaba por cumplir 23 años y María Isabel ya había cumplido los 22, cuando ambos llegaron a Berlín Oriental con la intención de solicitar asilo político. La República Democrática de Alemania los acogería con la generosidad característica de los regímenes comunistas durante la guerra fría.
Poco después se trasladaron a Leipzig, en cuya universidad, entonces llamada Karl Marx, los dos terminaron sus estudios de sociología. Francisco haría después un doctorado en filosofía, mientras que María Isabel se dedicaba a cuidar a su hijo Gonzalo, nacido en Leipzig el 15 de diciembre de 1972, y a dar clases en un bachillerato.
Su breve y frustrada experiencia en la guerrilla los regresó al camino político. Eran miembros de una asociación de estudiantes mexicanos que se reunían para analizar las condiciones del país que se habían visto obligados a abandonar. No hay registros fidedignos de dichas reuniones, pero es de suponerse que celebraron con alborozo la legalización del Partido Comunista de México, “graciosamente” otorgada por el presidente José López Portillo en 1978. La amnistía decretada ese mismo año despertó en muchos de los exiliados el deseo de regresar a su patria. Tiempo después, la fusión del PCM con otros partidos de izquierda, para dar origen al Partido Socialista Unificado de México, suscitó la idea de que en nuestro país era viable una izquierda más moderna, más al modo de los partidos comunistas de Europa.
Estos acontecimientos, inconcebibles apenas unos cuantos años antes, para el grupo de exiliados constituían los heraldos de una verdadera posibilidad de construir el socialismo en México. Francisco y María Isabel no necesitaban más y así, a fines de 1981 se encontraban de regreso en la Ciudad de México, dispuestos a reanudar la lucha interrumpida. El exilio sólo había sido un breve paréntesis ordenado por las circunstancias.
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