Abres el libro una vez más. Abandonado en una repisa, le tuviste que quitar el polvo acumulado desde tu último intento. Te acomodas en el sillón, dispuesto a sumergirte en su lectura durante toda la tarde. “O al menos un buen rato”, matizas mentalmente. ¿Tienes todo lo necesario? La taza de café, los cigarros, el encendedor, el cenicero. ¿Desde cuándo fumar se volvió parte del proceso de lectura? Le robabas un cigarro a tu hermano mayor y te encerrabas en el baño a leer y a fumar a escondidas. Por enésima vez te haces la promesa de dejar el vicio, al tiempo que enciendes el cigarro y abres el libro una vez más.
No necesitas leer los prólogos, te dices, mucho menos los estudios preliminares: primero lee la obra para saber de qué están hablando los autores de las casi doscientas páginas preliminares. Satisfecho con esa justificación, te saltas todo eso y llegas al inicio de la gran novela. Es apenas la página 1, pues todo lo anterior viene, como es de rigor, con numeración romana. La curiosidad puede más que la fuerza de voluntad y te vas a buscar el final: ¿cuatrocientos setenta y un páginas? Y todavía no se acaba el libro, pues después vienen más estudios, apéndices, bibliografía, glosarios. ¡Qué barbaridad! Tú no quieres convertirte en especialista. Sólo quieres leer la gran novela de tu lengua, la que todo mundo comenta, la que debiste haber leído hace cuarenta años pero de la que a la fecha sólo has leído las primeras páginas; eso sí, tantas veces, en otros tantos intentos frustrados, que ya equivaldrían a la obra completa.
Contemplas la portada y piensas que no te dice nada. De no ser por el célebre título y el nombre laureado del autor, sería un libro más que agonizaría de olvido en las repisas. Pero tampoco se te ocurre ninguna alternativa. ¿Qué podrías proponer si no has leído el libro?
Vuelves a abrirlo y demoras el inicio de su lectura en lo que apagas meticulosamente el cigarro en el cenicero. Te gustaría que éste fuera el último, pero sabes que no será así. “Tengo otros problemas más urgentes que resolver”, te dices en tu descargo. El café ya se acabó y vas a la cocina por más. Quieres lavar la taza antes de volver a llenarla y para eso te vas a prender el calentador. Hay que cuidarse en esta época en que ya empieza el frío, piensas al salir a la azotehuela.
El aire fresco de la tarde te pega en el rostro y recuerdas el olor del pasto recién cortado en el jardín de tu infancia. No esperabas acabar en este lugar, ¿verdad? No, nunca te imaginaste, de joven, que serías un viejo solitario, que rehuirías el contacto de tus congéneres, que te hundirías en una nostálgica melancolía que poco a poco devoraría tu entusiasmo por la vida. No puedes precisar en qué momento desapareció ese joven, pero tienes la amarga sensación de que murió de abandono y desengaño.
Regresas a la sala y ves el libro que nunca habrás de leer. No eres capaz ni siquiera de sentirle rencor. Es sólo un objeto inanimado que no hace nada más que recordarte tu fracaso en la vida. Pero eso ya lo sabías, ¿por qué habrías de odiarlo? Lo vuelves a colocar en la repisa, haciéndote la vana promesa de leerlo en mejor ocasión.