Cuatro redactores trabajan en una editorial. Dos de ellos son cuarentones y sostienen una añeja rencilla. El otro tiene poco menos de cuarenta años y no se lleva mucho con los demás. El cuarto es un joven recién egresado de la carrera de periodismo y considera que ese trabajo es de transición, en lo que encuentra “algo mejor”.
El problema de la editorial es que está en quiebra. En una quiebra silenciosa de lo que sólo se habla a base de rumores y entre iguales.
El primero de los redactores se llama Darío, tiene 42 años y 20 de trabajar en la industria. Sin embargo, su carácter rebelde le ha impedido ascender a puestos de responsabilidad.
El segundo se llama César, tiene 40 años y ha desempeñado todo tipo de trabajos, no todos relacionados con la editorial.
Darío y César tienen años de conocerse pero aunque eran muy amigos, acabaron distanciándose por un problema ocurrido entre ellos. Quince años atrás, Darío estuvo comprometido para casarse con Sandra, una muchacha que entonces tenía veinte años. Cuando César regresó de Boston, donde había estudiado un diplomado, Sandra quedó prendada del joven fino y bien vestido, cuidadosamente afeitado y perfumado, que le ofrecía una sonrisa triunfadora con una dentadura perfecta. En ese momento, Darío se sintió inadecuado, con su suetercito tejido azul celeste, sus pantalones de pana y su barba descuidada.
Digamos algo en favor de Sandra, que podría dar la impresión, hasta ahora, de ser una chica frívola y superficial, que se deja entusiasmar por un joven elegante, a despecho de un compromiso contraido con anterioridad. Primero habría que aclarar que ese compromiso no fue asumido con mucho entusiasmo de su parte, sino más bien como el desenlace natural de un noviazgo iniciado cuando ella tenía dieciséis años. Y no es que no quisiera a Darío, pero tampoco que estuviera locamente enamorada de él. Si había aceptado era más que nada por darle gusto a sus padres, que lo consideraban “un buen muchacho”. Por ello, cuando Sandra volvió a ver a César, ya más grande, más maduro y experimentado, no pudo evitar sentirse fascinada por él. E incluso se soprendió de que, antes de su viaje (había estado fuera dos años), César le hubiera parecido tan sin chiste, tan del montón.
Las cosas no tardaron mucho en evolucionar en su dirección natural, si es que por natural entendemos aquí los dictados de las pasiones y las hormonas. Dos meses después del regreso de César, Sandra no pudo resistirse más y cedió a una inocente invitación a una taza de café.