Abres el libro una vez más. Abandonado en una repisa, le tuviste que quitar el polvo acumulado desde tu último intento. Te acomodas en el sillón, dispuesto a sumergirte en su lectura durante toda la tarde. “O al menos un buen rato”, matizas mentalmente. ¿Tienes todo lo necesario? La taza de café, los cigarros, el encendedor, el cenicero. ¿Desde cuándo fumar se volvió parte del proceso de lectura? Le robabas un cigarro a tu hermano mayor y te encerrabas en el baño a leer y a fumar a escondidas. Por enésima vez te haces la promesa de dejar el vicio, al tiempo que enciendes el cigarro y abres el libro una vez más.
No necesitas leer los prólogos, te dices, mucho menos los estudios preliminares: primero lee la obra para saber de qué están hablando los autores de las casi doscientas páginas preliminares. Satisfecho con esa justificación, te saltas todo eso y llegas al inicio de la gran novela. Es apenas la página 1, pues todo lo anterior viene, como es de rigor, con numeración romana. La curiosidad puede más que la fuerza de voluntad y te vas a buscar el final: ¿cuatrocientos setenta y un páginas? Y todavía no se acaba el libro, pues después vienen más estudios, apéndices, bibliografía, glosarios. ¡Qué barbaridad! Tú no quieres convertirte en especialista. Sólo quieres leer la gran novela de tu lengua, la que todo mundo comenta, la que debiste haber leído hace cuarenta años pero de la que a la fecha sólo has leído las primeras páginas; eso sí, tantas veces, en otros tantos intentos frustrados, que ya equivaldrían a la obra completa.
Contemplas la portada y piensas que no te dice nada. De no ser por el célebre título y el nombre laureado del autor, sería un libro más que agonizaría de olvido en las repisas. Pero tampoco se te ocurre ninguna alternativa. ¿Qué podrías proponer si no has leído el libro?
Vuelves a abrirlo y demoras el inicio de su lectura en lo que apagas meticulosamente el cigarro en el cenicero. Te gustaría que éste fuera el último, pero sabes que no será así. “Tengo otros problemas más urgentes que resolver”, te dices en tu descargo. El café ya se acabó y vas a la cocina por más. Quieres lavar la taza antes de volver a llenarla y para eso te vas a prender el calentador. Hay que cuidarse en esta época en que ya empieza el frío, piensas al salir a la azotehuela.
El aire fresco de la tarde te pega en el rostro y recuerdas el olor del pasto recién cortado en el jardín de tu infancia. No esperabas acabar en este lugar, ¿verdad? No, nunca te imaginaste, de joven, que serías un viejo solitario, que rehuirías el contacto de tus congéneres, que te hundirías en una nostálgica melancolía que poco a poco devoraría tu entusiasmo por la vida. No puedes precisar en qué momento desapareció ese joven, pero tienes la amarga sensación de que murió de abandono y desengaño.
Regresas a la sala y ves el libro que nunca habrás de leer. No eres capaz ni siquiera de sentirle rencor. Es sólo un objeto inanimado que no hace nada más que recordarte tu fracaso en la vida. Pero eso ya lo sabías, ¿por qué habrías de odiarlo? Lo vuelves a colocar en la repisa, haciéndote la vana promesa de leerlo en mejor ocasión.
Friday, October 26, 2007
Wednesday, May 10, 2006
La complicidad del café
Ni ellos mismos se dieron cuenta de cuándo la taza de café se convirtió en otra cosa. En eufemismo de salidas a escondidas, besos furtivos, pasión disfrazada de inocente amistad. No se habían tocado, no se habían conocido. No se habían dicho, como anhelaban expresarlo sus labios, que se habían encontrado uno en el otro y que la relación con Darío se había convertido para Sandra en una servidumbre aceptada por inercia.
A él preferían no mencionarlo, no nombrarlo. Y si había necesidad, Darío se volvía “aquel”. “Hoy no puedo salir, porque va a venir aquel”, diría Sandra por teléfono ante el requerimiento de César, que se limitaba a apretar la bocina y morderse los labios, maldiciendo haber conocido primero a Darío que a Sandra.
Lo que sí guardaron bien en los recuerdos fue su primer beso, robado en el pasillo que llevaba a los baños del restaurante al que habían ido a comer los tres. A lo lejos sentían pesada la presencia de Darío, seguramente sentado a la mesa, leyendo cuidadosamente el menú, corrigiendo mentalmente los errores tipográficos, deformación profesional que él asumía con cierto orgullo.
César regresó primero a la mesa y se alarmó al no sentir ni pizca de remordimiento ante su amigo. Y en el fondo sintió algo muy parecido al orgullo por haber sido capaz de arrebatarle un beso a su mujer, lo que en una competencia atávica lo volvía mejor que Darío.
Pero César se equivocaba. Darío conocía a Sandra mejor de lo que ella misma se conocía y desde un principio percibió la atracción que sintió ella por su amigo. Una especie de curiosidad morbosa le impidió actuar, quedarse en el papel de espectador a ver hasta dónde podía llegar esa chispa de interés que brilló en los ojos de los dos cuando se reencontraron. Quizá sintiera una inexplicable necesidad de arriesgar su relación con Sandra, de ponerla a prueba llevándola al límite para ver cuánto resistía. Pero eso no lo sabremos, pues Darío era taciturno y no tenía a quién confiar sus sentimientos.
Darío era más complejo de lo que parecía y en un doblez de su alma había una arraigada sensación de no merecer nada bueno. Eso quizá explique a las miradas ajenas porqué puso en peligro su relación con Sandra. Para él, nada bueno podía durar y ella era lo mejor que le había ocurrido en su vida.
Tampoco se crea, como se rumoró en su familia y allegados, que fue él mismo el que la empujó en brazos de César. Por mucho que sintiera un retorcido placer al ver que la vida le daba la razón, al quitarle lo mejor que tenía, no podía hacer a un lado su orgullo y su ego herido.
Con todo, cuando sucedió lo que esperaba desde un principio, no se sintió capaz de reclamar ni reprochar. El discurso que durante varias semanas estuvo preparando se quedó inédito en sus labios, donde se arremolinaron términos como “traición” y sus sinónimos. Posteriormente, él mismo se alegraría de no haberlo pronunciado pues, dijo, “sonaba a letra de bolero”. Sandra le anunció primero la ruptura del compromiso y, después, por un primo de César se enteró de que los dos se habían ido a pasar unos días a Zihuatanejo. En ese momento no quiso emborracharse para honrar su depresión, como siempre pensó que haría. Simplemente se encerró en su mutismo y dedicó los siguientes meses a la lectura pausada de “En busca del tiempo perdido”.
A él preferían no mencionarlo, no nombrarlo. Y si había necesidad, Darío se volvía “aquel”. “Hoy no puedo salir, porque va a venir aquel”, diría Sandra por teléfono ante el requerimiento de César, que se limitaba a apretar la bocina y morderse los labios, maldiciendo haber conocido primero a Darío que a Sandra.
Lo que sí guardaron bien en los recuerdos fue su primer beso, robado en el pasillo que llevaba a los baños del restaurante al que habían ido a comer los tres. A lo lejos sentían pesada la presencia de Darío, seguramente sentado a la mesa, leyendo cuidadosamente el menú, corrigiendo mentalmente los errores tipográficos, deformación profesional que él asumía con cierto orgullo.
César regresó primero a la mesa y se alarmó al no sentir ni pizca de remordimiento ante su amigo. Y en el fondo sintió algo muy parecido al orgullo por haber sido capaz de arrebatarle un beso a su mujer, lo que en una competencia atávica lo volvía mejor que Darío.
Pero César se equivocaba. Darío conocía a Sandra mejor de lo que ella misma se conocía y desde un principio percibió la atracción que sintió ella por su amigo. Una especie de curiosidad morbosa le impidió actuar, quedarse en el papel de espectador a ver hasta dónde podía llegar esa chispa de interés que brilló en los ojos de los dos cuando se reencontraron. Quizá sintiera una inexplicable necesidad de arriesgar su relación con Sandra, de ponerla a prueba llevándola al límite para ver cuánto resistía. Pero eso no lo sabremos, pues Darío era taciturno y no tenía a quién confiar sus sentimientos.
Darío era más complejo de lo que parecía y en un doblez de su alma había una arraigada sensación de no merecer nada bueno. Eso quizá explique a las miradas ajenas porqué puso en peligro su relación con Sandra. Para él, nada bueno podía durar y ella era lo mejor que le había ocurrido en su vida.
Tampoco se crea, como se rumoró en su familia y allegados, que fue él mismo el que la empujó en brazos de César. Por mucho que sintiera un retorcido placer al ver que la vida le daba la razón, al quitarle lo mejor que tenía, no podía hacer a un lado su orgullo y su ego herido.
Con todo, cuando sucedió lo que esperaba desde un principio, no se sintió capaz de reclamar ni reprochar. El discurso que durante varias semanas estuvo preparando se quedó inédito en sus labios, donde se arremolinaron términos como “traición” y sus sinónimos. Posteriormente, él mismo se alegraría de no haberlo pronunciado pues, dijo, “sonaba a letra de bolero”. Sandra le anunció primero la ruptura del compromiso y, después, por un primo de César se enteró de que los dos se habían ido a pasar unos días a Zihuatanejo. En ese momento no quiso emborracharse para honrar su depresión, como siempre pensó que haría. Simplemente se encerró en su mutismo y dedicó los siguientes meses a la lectura pausada de “En busca del tiempo perdido”.
Saturday, May 06, 2006
Relatos de la guerra fría
Francisco Arias Fernández cumplió 18 años el 26 de julio de 1968, aunque todavía no era mayor de edad, pues ese derecho se les concedería hasta el año siguiente. La celebración de su cumpleaños, casera por no haber muchos recursos, le impidió al joven Francisco asistir a la marcha que se realizaría en homenaje a la revolución cubana. Tiempo después, él lo atribuiría a algo que hubiera querido llamar destino. Con todo, Francisco no fue ajeno a los acontecimientos que se desatarían posteriormente. Cuando las escuelas medias y superiores del IPN y de la UNAM entraron en huelga una tras otra, él se incorporó de inmediato al comité de la preparatoria 4, donde cursaba el tercer año.
No hay mucha información acerca de sus actividades concretas en el comité de huelga, pero dada su militancia en las Juventudes Comunistas, podemos suponer que fueron intensas. Sí se sabe, sin embargo, que no estuvo presente en la plaza de las Tres Culturas el fatídico 2 de octubre, aunque se ignora el motivo. No ha faltado quien ha aventurado la hipótesis de que fue una cita amorosa la que distrajo al joven militante de sus obligaciones en el comité. Otros aseguran que simplemente se quedó dormido esa tarde, por haber hecho guardia la noche anterior en los terrenos de su plantel. En todo caso, él diría posteriormente que fue el destino otra vez, sin molestarse en aclarar la verdadera causa.
Días después de la matanza de Tlaltelolco, encontramos a nuestro personaje a bordo de un camión, con rumbo a Tapachula, a la casa de sus abuelos maternos, a donde lo mandaron sus padres para ponerlo a salvo de la represión. Los informes señalan que allá siguió activo, organizando mitines y “sesiones informativas” en sindicatos y otros centros de reunión.
Regresó a la Ciudad de México a mediados de diciembre, cuando las escuelas tomadas por los comités de huelga fueron devueltas a las autoridades.
Francisco, a quien no le gustaba que le dijeran Paco, Pancho y mucho menos Francis, entró a la facultad de Ciencias Políticas al año siguiente para estudiar sociología. Ahí conoció a quien sería su compañera los siguientes treinta años: María Isabel Bernal, también estudiante de sociología, aunque sin militancia partidista. Francisco se encargaría de corregir esa deficiencia, invitándola a participar en su grupo.
Dos años después, la represión del Jueves de Corpus polarizó al de por sí desesperado Francisco y lo convenció de que la lucha política no ofrecía ningún camino viable para la instauración de un gobierno socialista en México. Tras analizarlo detenidamente con su ya inseparable compañera María Isabel, ambos decidieron que el único recurso posible era la lucha armada. Sin embargo, su condición de hijos de familia y su falta de relaciones con algún grupo guerrillero les impidieron “empuñar las armas e irse al monte”, como recomendaban los elementos más radicales de su célula de las Juventudes Comunistas. No obstante, de alguna manera que no se conoce entraron en contacto con un grupo que decía practicar la guerrilla urbana. Así, durante varios meses estuvieron planeando un asalto a un banco (una “expropiación”, como decían ellos), con lo cual pensaban financiar operaciones de mayor calibre, adquisición de armas pesadas y atentados a bases militares.
Una vez más, una serie de circunstancias fortuitas les impidieron participar en el atraco. De camino a una reunión del grupo, Francisco se rompió una pierna al tratar de bajar de un camión en marcha. María Isabel lo fue a ver a la Cruz Roja y tampoco asistió a esa reunión. En ella, el resto de los miembros, ignorantes del accidente de Francisco, decidieron adelantar la fecha del asalto, por considerar que los preparativos ya estaban a punto y que había que ganar tiempo.
De los siete integrantes del comando, dos cayeron baleados por la policía en el lugar; tres más fueron detenidos y los otros dos pudieron escapar aunque sin haber consumado el atraco. Francisco y María Isabel se enteraron del incidente por la prensa, cuando él ya estaba de nuevo en su casa, recuperándose aunque con la pierna aún enyesada.
Cuando María Isabel descubrió que estaba embarazada, su fervor político pareció apagarse en favor del instinto de conservación. Con un hijo a cuestas quedaba descartada la lucha armada, sobre todo porque su delicado cuerpo resintió fuertemente la presencia del nuevo que se estaba gestando en su interior. Encima de todo, la presión de su familia al enterarse de su estado se volvió a todo punto intolerable, hasta que los dos decidieron casarse y hacer las cosas “como Dios manda”. Francisco, sin embargo, no dejaba de estar preocupado por la posibilidad de ser delatados por sus antiguos compañeros de célula que habían sido capturados. Y así como tiempo atrás habían analizado la posibilidad de integrarse en la guerrilla, esta vez estudiaron la forma de exiliarse para ponerse a salvo.
Francisco estaba por cumplir 23 años y María Isabel ya había cumplido los 22, cuando ambos llegaron a Berlín Oriental con la intención de solicitar asilo político. La República Democrática de Alemania los acogería con la generosidad característica de los regímenes comunistas durante la guerra fría.
Poco después se trasladaron a Leipzig, en cuya universidad, entonces llamada Karl Marx, los dos terminaron sus estudios de sociología. Francisco haría después un doctorado en filosofía, mientras que María Isabel se dedicaba a cuidar a su hijo Gonzalo, nacido en Leipzig el 15 de diciembre de 1972, y a dar clases en un bachillerato.
Su breve y frustrada experiencia en la guerrilla los regresó al camino político. Eran miembros de una asociación de estudiantes mexicanos que se reunían para analizar las condiciones del país que se habían visto obligados a abandonar. No hay registros fidedignos de dichas reuniones, pero es de suponerse que celebraron con alborozo la legalización del Partido Comunista de México, “graciosamente” otorgada por el presidente José López Portillo en 1978. La amnistía decretada ese mismo año despertó en muchos de los exiliados el deseo de regresar a su patria. Tiempo después, la fusión del PCM con otros partidos de izquierda, para dar origen al Partido Socialista Unificado de México, suscitó la idea de que en nuestro país era viable una izquierda más moderna, más al modo de los partidos comunistas de Europa.
Estos acontecimientos, inconcebibles apenas unos cuantos años antes, para el grupo de exiliados constituían los heraldos de una verdadera posibilidad de construir el socialismo en México. Francisco y María Isabel no necesitaban más y así, a fines de 1981 se encontraban de regreso en la Ciudad de México, dispuestos a reanudar la lucha interrumpida. El exilio sólo había sido un breve paréntesis ordenado por las circunstancias.
No hay mucha información acerca de sus actividades concretas en el comité de huelga, pero dada su militancia en las Juventudes Comunistas, podemos suponer que fueron intensas. Sí se sabe, sin embargo, que no estuvo presente en la plaza de las Tres Culturas el fatídico 2 de octubre, aunque se ignora el motivo. No ha faltado quien ha aventurado la hipótesis de que fue una cita amorosa la que distrajo al joven militante de sus obligaciones en el comité. Otros aseguran que simplemente se quedó dormido esa tarde, por haber hecho guardia la noche anterior en los terrenos de su plantel. En todo caso, él diría posteriormente que fue el destino otra vez, sin molestarse en aclarar la verdadera causa.
Días después de la matanza de Tlaltelolco, encontramos a nuestro personaje a bordo de un camión, con rumbo a Tapachula, a la casa de sus abuelos maternos, a donde lo mandaron sus padres para ponerlo a salvo de la represión. Los informes señalan que allá siguió activo, organizando mitines y “sesiones informativas” en sindicatos y otros centros de reunión.
Regresó a la Ciudad de México a mediados de diciembre, cuando las escuelas tomadas por los comités de huelga fueron devueltas a las autoridades.
Francisco, a quien no le gustaba que le dijeran Paco, Pancho y mucho menos Francis, entró a la facultad de Ciencias Políticas al año siguiente para estudiar sociología. Ahí conoció a quien sería su compañera los siguientes treinta años: María Isabel Bernal, también estudiante de sociología, aunque sin militancia partidista. Francisco se encargaría de corregir esa deficiencia, invitándola a participar en su grupo.
Dos años después, la represión del Jueves de Corpus polarizó al de por sí desesperado Francisco y lo convenció de que la lucha política no ofrecía ningún camino viable para la instauración de un gobierno socialista en México. Tras analizarlo detenidamente con su ya inseparable compañera María Isabel, ambos decidieron que el único recurso posible era la lucha armada. Sin embargo, su condición de hijos de familia y su falta de relaciones con algún grupo guerrillero les impidieron “empuñar las armas e irse al monte”, como recomendaban los elementos más radicales de su célula de las Juventudes Comunistas. No obstante, de alguna manera que no se conoce entraron en contacto con un grupo que decía practicar la guerrilla urbana. Así, durante varios meses estuvieron planeando un asalto a un banco (una “expropiación”, como decían ellos), con lo cual pensaban financiar operaciones de mayor calibre, adquisición de armas pesadas y atentados a bases militares.
Una vez más, una serie de circunstancias fortuitas les impidieron participar en el atraco. De camino a una reunión del grupo, Francisco se rompió una pierna al tratar de bajar de un camión en marcha. María Isabel lo fue a ver a la Cruz Roja y tampoco asistió a esa reunión. En ella, el resto de los miembros, ignorantes del accidente de Francisco, decidieron adelantar la fecha del asalto, por considerar que los preparativos ya estaban a punto y que había que ganar tiempo.
De los siete integrantes del comando, dos cayeron baleados por la policía en el lugar; tres más fueron detenidos y los otros dos pudieron escapar aunque sin haber consumado el atraco. Francisco y María Isabel se enteraron del incidente por la prensa, cuando él ya estaba de nuevo en su casa, recuperándose aunque con la pierna aún enyesada.
Cuando María Isabel descubrió que estaba embarazada, su fervor político pareció apagarse en favor del instinto de conservación. Con un hijo a cuestas quedaba descartada la lucha armada, sobre todo porque su delicado cuerpo resintió fuertemente la presencia del nuevo que se estaba gestando en su interior. Encima de todo, la presión de su familia al enterarse de su estado se volvió a todo punto intolerable, hasta que los dos decidieron casarse y hacer las cosas “como Dios manda”. Francisco, sin embargo, no dejaba de estar preocupado por la posibilidad de ser delatados por sus antiguos compañeros de célula que habían sido capturados. Y así como tiempo atrás habían analizado la posibilidad de integrarse en la guerrilla, esta vez estudiaron la forma de exiliarse para ponerse a salvo.
Francisco estaba por cumplir 23 años y María Isabel ya había cumplido los 22, cuando ambos llegaron a Berlín Oriental con la intención de solicitar asilo político. La República Democrática de Alemania los acogería con la generosidad característica de los regímenes comunistas durante la guerra fría.
Poco después se trasladaron a Leipzig, en cuya universidad, entonces llamada Karl Marx, los dos terminaron sus estudios de sociología. Francisco haría después un doctorado en filosofía, mientras que María Isabel se dedicaba a cuidar a su hijo Gonzalo, nacido en Leipzig el 15 de diciembre de 1972, y a dar clases en un bachillerato.
Su breve y frustrada experiencia en la guerrilla los regresó al camino político. Eran miembros de una asociación de estudiantes mexicanos que se reunían para analizar las condiciones del país que se habían visto obligados a abandonar. No hay registros fidedignos de dichas reuniones, pero es de suponerse que celebraron con alborozo la legalización del Partido Comunista de México, “graciosamente” otorgada por el presidente José López Portillo en 1978. La amnistía decretada ese mismo año despertó en muchos de los exiliados el deseo de regresar a su patria. Tiempo después, la fusión del PCM con otros partidos de izquierda, para dar origen al Partido Socialista Unificado de México, suscitó la idea de que en nuestro país era viable una izquierda más moderna, más al modo de los partidos comunistas de Europa.
Estos acontecimientos, inconcebibles apenas unos cuantos años antes, para el grupo de exiliados constituían los heraldos de una verdadera posibilidad de construir el socialismo en México. Francisco y María Isabel no necesitaban más y así, a fines de 1981 se encontraban de regreso en la Ciudad de México, dispuestos a reanudar la lucha interrumpida. El exilio sólo había sido un breve paréntesis ordenado por las circunstancias.
Tuesday, April 18, 2006
Darío, Sandra y alguien más
Cuatro redactores trabajan en una editorial. Dos de ellos son cuarentones y sostienen una añeja rencilla. El otro tiene poco menos de cuarenta años y no se lleva mucho con los demás. El cuarto es un joven recién egresado de la carrera de periodismo y considera que ese trabajo es de transición, en lo que encuentra “algo mejor”.
El problema de la editorial es que está en quiebra. En una quiebra silenciosa de lo que sólo se habla a base de rumores y entre iguales.
El primero de los redactores se llama Darío, tiene 42 años y 20 de trabajar en la industria. Sin embargo, su carácter rebelde le ha impedido ascender a puestos de responsabilidad.
El segundo se llama César, tiene 40 años y ha desempeñado todo tipo de trabajos, no todos relacionados con la editorial.
Darío y César tienen años de conocerse pero aunque eran muy amigos, acabaron distanciándose por un problema ocurrido entre ellos. Quince años atrás, Darío estuvo comprometido para casarse con Sandra, una muchacha que entonces tenía veinte años. Cuando César regresó de Boston, donde había estudiado un diplomado, Sandra quedó prendada del joven fino y bien vestido, cuidadosamente afeitado y perfumado, que le ofrecía una sonrisa triunfadora con una dentadura perfecta. En ese momento, Darío se sintió inadecuado, con su suetercito tejido azul celeste, sus pantalones de pana y su barba descuidada.
Digamos algo en favor de Sandra, que podría dar la impresión, hasta ahora, de ser una chica frívola y superficial, que se deja entusiasmar por un joven elegante, a despecho de un compromiso contraido con anterioridad. Primero habría que aclarar que ese compromiso no fue asumido con mucho entusiasmo de su parte, sino más bien como el desenlace natural de un noviazgo iniciado cuando ella tenía dieciséis años. Y no es que no quisiera a Darío, pero tampoco que estuviera locamente enamorada de él. Si había aceptado era más que nada por darle gusto a sus padres, que lo consideraban “un buen muchacho”. Por ello, cuando Sandra volvió a ver a César, ya más grande, más maduro y experimentado, no pudo evitar sentirse fascinada por él. E incluso se soprendió de que, antes de su viaje (había estado fuera dos años), César le hubiera parecido tan sin chiste, tan del montón.
Las cosas no tardaron mucho en evolucionar en su dirección natural, si es que por natural entendemos aquí los dictados de las pasiones y las hormonas. Dos meses después del regreso de César, Sandra no pudo resistirse más y cedió a una inocente invitación a una taza de café.
El problema de la editorial es que está en quiebra. En una quiebra silenciosa de lo que sólo se habla a base de rumores y entre iguales.
El primero de los redactores se llama Darío, tiene 42 años y 20 de trabajar en la industria. Sin embargo, su carácter rebelde le ha impedido ascender a puestos de responsabilidad.
El segundo se llama César, tiene 40 años y ha desempeñado todo tipo de trabajos, no todos relacionados con la editorial.
Darío y César tienen años de conocerse pero aunque eran muy amigos, acabaron distanciándose por un problema ocurrido entre ellos. Quince años atrás, Darío estuvo comprometido para casarse con Sandra, una muchacha que entonces tenía veinte años. Cuando César regresó de Boston, donde había estudiado un diplomado, Sandra quedó prendada del joven fino y bien vestido, cuidadosamente afeitado y perfumado, que le ofrecía una sonrisa triunfadora con una dentadura perfecta. En ese momento, Darío se sintió inadecuado, con su suetercito tejido azul celeste, sus pantalones de pana y su barba descuidada.
Digamos algo en favor de Sandra, que podría dar la impresión, hasta ahora, de ser una chica frívola y superficial, que se deja entusiasmar por un joven elegante, a despecho de un compromiso contraido con anterioridad. Primero habría que aclarar que ese compromiso no fue asumido con mucho entusiasmo de su parte, sino más bien como el desenlace natural de un noviazgo iniciado cuando ella tenía dieciséis años. Y no es que no quisiera a Darío, pero tampoco que estuviera locamente enamorada de él. Si había aceptado era más que nada por darle gusto a sus padres, que lo consideraban “un buen muchacho”. Por ello, cuando Sandra volvió a ver a César, ya más grande, más maduro y experimentado, no pudo evitar sentirse fascinada por él. E incluso se soprendió de que, antes de su viaje (había estado fuera dos años), César le hubiera parecido tan sin chiste, tan del montón.
Las cosas no tardaron mucho en evolucionar en su dirección natural, si es que por natural entendemos aquí los dictados de las pasiones y las hormonas. Dos meses después del regreso de César, Sandra no pudo resistirse más y cedió a una inocente invitación a una taza de café.
Sunday, November 20, 2005
El coronel Harénquez
No sabemos porqué el coronel Harénquez se hace llamar así, ni qué ejército le haya conferido ese grado. Pero todas las tardes lo vemos paseando por la plaza, sentado frente al kiosko saboreando un helado, por lo general metido en lo que parecen ser meditaciones muy profundas. Poca gente se atreve a perturbarlo con un saludo, pero él de repente se digna bajar de su olímpica nube e inclinar graciosamente la cabeza a modo de salutación. Vestido siempre de impecable traje de tres piezas, la leontina visible de un lado a otro del chaleco, y blandiendo su inseparable bastón con empuñadura de marfil, el coronel Harénquez parece un resabio de siglos pasados, de tiempos olvidados por la historia.
Pero sólo lo parece. En realidad, su mente es un caldero siempre en ebullición de nuevas ideas. Nadie que lo viera con su pinta de lagartijo porfiriano adivinaría en él a un entusiasta del progreso, a un promotor de las ciencias y del conocimiento contemporáneos y, entre otras cosas, al propietario del primer cibercafé instalado en nuestro pueblo. Él fue el inspirador del laboratorio de cómputo de la secundaria y, por ello, padrino de toda una generación de internautas. Sí, no han faltado las malas lenguas que lo acusan de haber hecho negocio vendiendo computadoras a la escuela y de fomentar en los chamacos la adicción al chat misma que él aprovecha en su negocio, pero se trata de los mismos envidiosos de siempre, de aquellos que hace algunos años criticaron también la instalación del alumbrado público, dizque porque iba a “fomentar la inmoralidad, pues la gente va a andar a deshoras por las calles”.
Muy poco se conoce de la vida personal del coronel Harénquez. Se le supone viudo por la corbata negra que siempre usa; otros aseguran que es divorciado y que su ex esposa es una “actriz famosa”, sin que atinen a precisar su nombre. Quienes se precian de enterados hablan de un apasionado romance vivido con una boticaria de otro pueblo e interrumpido por la intervención de un torero español.
Hay otros dos misterios que envuelven al coronel Harénquez: su edad y su origen. Nadie puede precisar cuándo ni en qué condiciones llegó al pueblo. Algunos dicen que nunca llegó, pues es tan viejo que “ya estaba aquí cuando se fundó San José de las Tablas”. En efecto, el aspecto del coronel permite atribuirle una edad muy avanzada, rayando quizá en la centuria. El escaso pelo que le cubre el cráneo es totalmente blanco, así como el bigote que usa en punta. Tiene el rostro cubierto de arrugas y las manos cubiertas de manchas hepáticas. Sin embargo, en abierta contradicción con su aspecto, su actitud es totalmente juvenil, manifiesta una considerable fortaleza física al levantar la pesada cortina metálica de su local cada mañana y su andar es ágil y garboso. Es evidente que el bastón lo usa sólo como accesorio decorativo.
El coronel Harénquez es una persona de hábitos estrictos. Se levanta todos los días a las 5 de la mañana, saca a pasear a su perro a las 6, después de haberse bañado, vestido, acicalado y desayunado, y a las 7 en punto está abriendo la cortina de su local. El padre Julio comenta, entre burlas y veras, que suele ajustar la hora del reloj de la torre con el ruido que hace la cortina del Megaclic, pues el cibercafé del coronel Harénquez está situado enfrente de la iglesia.
Podría pensarse que la divergencia de sus respectivas ocupaciones haría del padre Julio y el coronel Harénquez grandes rivales o, al menos, contendientes en ardientes debates sobre el todo y la nada. Nada más alejado de la verdad. Los sábados por la tarde siempre se reúnen para jugar ajedrez, sea en la sacristía, sea en el Megaclic. Y en ocasiones han sido vistos comiendo juntos en la fonda de doña Meche, que los domingos siempre tiene mole de olla.
Pero sólo lo parece. En realidad, su mente es un caldero siempre en ebullición de nuevas ideas. Nadie que lo viera con su pinta de lagartijo porfiriano adivinaría en él a un entusiasta del progreso, a un promotor de las ciencias y del conocimiento contemporáneos y, entre otras cosas, al propietario del primer cibercafé instalado en nuestro pueblo. Él fue el inspirador del laboratorio de cómputo de la secundaria y, por ello, padrino de toda una generación de internautas. Sí, no han faltado las malas lenguas que lo acusan de haber hecho negocio vendiendo computadoras a la escuela y de fomentar en los chamacos la adicción al chat misma que él aprovecha en su negocio, pero se trata de los mismos envidiosos de siempre, de aquellos que hace algunos años criticaron también la instalación del alumbrado público, dizque porque iba a “fomentar la inmoralidad, pues la gente va a andar a deshoras por las calles”.
Muy poco se conoce de la vida personal del coronel Harénquez. Se le supone viudo por la corbata negra que siempre usa; otros aseguran que es divorciado y que su ex esposa es una “actriz famosa”, sin que atinen a precisar su nombre. Quienes se precian de enterados hablan de un apasionado romance vivido con una boticaria de otro pueblo e interrumpido por la intervención de un torero español.
Hay otros dos misterios que envuelven al coronel Harénquez: su edad y su origen. Nadie puede precisar cuándo ni en qué condiciones llegó al pueblo. Algunos dicen que nunca llegó, pues es tan viejo que “ya estaba aquí cuando se fundó San José de las Tablas”. En efecto, el aspecto del coronel permite atribuirle una edad muy avanzada, rayando quizá en la centuria. El escaso pelo que le cubre el cráneo es totalmente blanco, así como el bigote que usa en punta. Tiene el rostro cubierto de arrugas y las manos cubiertas de manchas hepáticas. Sin embargo, en abierta contradicción con su aspecto, su actitud es totalmente juvenil, manifiesta una considerable fortaleza física al levantar la pesada cortina metálica de su local cada mañana y su andar es ágil y garboso. Es evidente que el bastón lo usa sólo como accesorio decorativo.
El coronel Harénquez es una persona de hábitos estrictos. Se levanta todos los días a las 5 de la mañana, saca a pasear a su perro a las 6, después de haberse bañado, vestido, acicalado y desayunado, y a las 7 en punto está abriendo la cortina de su local. El padre Julio comenta, entre burlas y veras, que suele ajustar la hora del reloj de la torre con el ruido que hace la cortina del Megaclic, pues el cibercafé del coronel Harénquez está situado enfrente de la iglesia.
Podría pensarse que la divergencia de sus respectivas ocupaciones haría del padre Julio y el coronel Harénquez grandes rivales o, al menos, contendientes en ardientes debates sobre el todo y la nada. Nada más alejado de la verdad. Los sábados por la tarde siempre se reúnen para jugar ajedrez, sea en la sacristía, sea en el Megaclic. Y en ocasiones han sido vistos comiendo juntos en la fonda de doña Meche, que los domingos siempre tiene mole de olla.
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